He descubierto, a través de mi propia historia, lo positivo que es para nuestros hijos conversar con honestidad y claridad sobre las situaciones que viven, hablándoles desde nuestra propia realidad de seres imperfectos y necesitados de Dios. Es decir, no presentándonos como un producto acabado, sino uno en proceso de cambio y transformación.
Si un padre habla desde su "perfección", que no existe, no va a poder llegar al corazón del hijo. Lo que se genera es una brecha que el hijo percibe como insuperable. Recuerdo que alguna vez me dieron el consejo de agacharme y mirar a los ojos a mis hijos para hablarles cara a cara. Ese encuentro sincero de corazón a corazón hace comprender el mensaje que uno quiere transmitir. Esa invitación a "agacharnos" no es otra cosa que ese ejercicio tan necesario en la virtud de la humildad.
Cómo decía santa Teresa de Ávila: “la humildad es vivir en verdad”. Naturalmente, también la verdad incluye el reconocimiento de la belleza que Dios ha puesto en cada uno, el reconocimiento del crecimiento personal y las huellas de luz que Dios ha dejado grabadas en nuestro ser a cada paso del camino.
El haber caído y habernos levantado nos da también la autoridad moral para, sin ningún temor, guiar con firmeza a los niños y llevarlos a una relación con Dios llena de esperanza y de la alegría que da el saberse amados y la certeza de encontrase siempre con la Misericordia de Dios.
Cuando un padre y una madre viven los sacramentos y una vida de oración, los hijos también van aprendiendo a seguir esos pasos. Si crecen teniendo esa relación personal con Dios, en su libertad sabrán escoger el bien para sus vidas. Como padres debemos orar por ellos diariamente y confiar en lo que Dios quiere para ellos y en el amor que Él les tiene.
Tengo la certeza de que contamos con la Gracia de Dios, su acción nos mueve, nos guía, nos fortalece y nos da todo para cumplir esa gran misión de guiar a nuestros hijos al cielo.