Las posibilidades de todo este universo tecnológico y comunicacional empiezan a ser habituales y cotidianas, incluso más allá de lo que pudiéramos haber imaginado hace tan solo unos años. Las transformaciones que todo esto conlleva nos está permitiendo romper tantas barreras, especialmente las del espacio y el tiempo. Sin embargo no todo es como parece o, al menos, como nos quieren hacer creer que parezca. Hay una cuestión muy importante que está siendo mermada decisivamente. Puede pensarse que es algo colateral o simplemente irrelevante, pero no es así, pues se halla en el origen de algunas de las experiencias más importantes de cualquiera de nosotros. Se trata de la capacidad de sorprenderse.
En la búsqueda constante del beneficio, de maximizar el tiempo disponible o simplemente de acercarnos a la realidad que nos circunda, hemos pensado que lo propio es la observación racional y el análisis pormenorizado. Se debe mirar detenidamente, sacar datos y conclusiones, plantearse constantemente preguntas con el fin de avanzar en el conocimiento… en definitiva, el método científico, de algún modo, impregna la vida de todos los días. La razón instrumental empapa quehaceres, proyectos, ocio y relaciones personales. En definitiva, maximizar beneficios minimizando costes a todos los niveles.
Pero… ¿dónde se halla la raíz de toda búsqueda en el ser humano? Pues en la mencionada sorpresa. Con el acceso que actualmente tenemos a tantas cosas, hemos perdido en gran manera la capacidad de asombrarnos. Nos hemos acostumbrado a todo, hemos rutinizado de tal modo la realidad que nos circunda, real o virtualmente, que perdemos la posibilidad de sorprendernos ante casi todo. Cuando algo nos asombra, cuando nos sorprend,e somos capaces de acercarnos a la realidad como un don, como un regalo. Podemos entrar en esa realidad, en la vida como algo que nos sobrepasa, que nos ha sido dado más allá de nosotros mismos.
La capacidad de admiración, que brota de la sorpresa, es la que nos lleva a las grandes preguntas tan necesarias para poder ir creciendo en una vida verdaderamente humana. A buscar respuestas que no solo se responden desde el posible beneficio que podemos obtener, sino que nos acercan al misterio de la existencia. Sin este recorrido desde la capacidad de asombro que lleva a la admiración, se hace muy difícil el camino del amor. El amor hacia el otro, hacia la creación, hacia las distintas realidades humanas, brota siempre del asombro inicial.
Curiosamente, cuando uno se interroga sobre sus recuerdos más lejanos, los de su primera infancia, estos se hallan ligados normalmente a las experiencias familiares y, concretamente, a experiencias de asombro y admiración. Admiración hacia el padre que te protegió o te cuidó, asombro con la llegada de un nuevo hermano, la sorpresa de la mañana de los Reyes Magos… Es en este punto cuando observamos que la familia es la gran generadora del asombro, ese lugar donde la persona se fue asentando con momentos y vivencias cargadas por el amor que brotaba de la sorpresa ante lo creado, ante lo vivido en el amor de sus padres.
Es cierto también que muchas veces recordamos con más facilidad experiencias duras de la infancia que nos han marcado, incluso herido, sin embargo es necesario bucear en los momentos en que fuimos amados. Es imprescindible que nos demos cuenta de que la raíz de una sociedad más humana se halla en reconstruir nuestra capacidad de sorpresa y de admiración ante la realidad. Ahí la familia juega un papel decisivo.